A diferencia de lo ocurrido en Argentina, donde las más de 30,000 desapariciones forzadas cometidas por el Estado, en la última dictadura militar que sufrió ese país (1976-1983), fueron investigadas y siguen siendo juzgadas en sus Tribunales, en México poco podemos esperar de nuestro sistema de procuración y administración de justicia no solo en el caso de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, sino también en las más de 105,000 desapariciones que dolorosamente registra nuestro país.
La impunidad es una constante en todos los casos en los que existe la participación de autoridades en la comisión de delitos, pues el entramado institucional de nuestros gobiernos a nivel federal, estatal y municipal, está diseñado para mantener la anuencia tácita que permite a los funcionarios violar la ley, sin importar el destino de sus víctimas.
Aunque en términos jurídicos para cualquier investigación debe distinguirse entre la desaparición forzada, que practican elementos estatales, y aquella que es cometida por particulares, en el caso Ayotzinapa aún no sabemos con certeza quiénes ejecutaron uno y otro delito.
Esto último es producto no solo de la participación y connivencia de funcionarios civiles y militares en los hechos ocurridos en 2014, en el municipio guerrerense de Iguala, sino porque esas conductas delictivas luego se replicaron, como es costumbre, entre todos los encargados de la investigación a lo largo de estos ocho años.
Así, en los expedientes que obran en los juzgados federales, donde -se supone- debe castigarse penalmente la desaparición forzada de los normalistas, hay decenas de narraciones disímbolas, centenares de inconsistentes y contradictorias acusaciones, y una intrincada madeja de falsos testimonios, muchos arrancados con tortura, que impiden conocer lo que realmente ocurrió con los muchachos.
Por eso seguirá sin saberse el destino final de los normalistas, quienes -por cierto- deben ser buscados en vida, como marcan todas las normas de derechos humanos en los casos de desapariciones, sin importar cuantos lustros pasen desde aquellos hechos.
La droga fue el detonante
No obstante la oscuridad en la que se encuentra el caso, es posible esbozar una explicación tentativa de lo ocurrido en contra de los estudiantes, a partir de las investigaciones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; del Equipo Argentino de Antropología Forense; y de las pesquisas incluidas en la recomendación que emitió en 2018 la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
Los normalistas viajaron a Iguala para “secuestrar” camiones que usarían en su traslado a la Ciudad de México, donde pretendían participar en las manifestaciones conmemorativas de la matanza de estudiantes del 2 de octubre de 1968, en Tlatelolco.
Como en Iguala y en otros municipios de Guerrero el Estado no está presente, pues es el crimen organizado quien en realidad impone sus reglas y maneja la convivencia cotidiana entre los ciudadanos, los 43 estudiantes quedaron atrapados en ese limbo delincuencial, porque es probable que en uno de los camiones que secuestraron se escondía una fuerte cantidad de heroína o de recursos económicos.
Los detalles de los distintos hechos que se ejecutaron también en diversos escenarios en contra de los jóvenes, no han podido probarse en términos jurídicos, pues la mayoría de los más de 90 detenidos desde 2014 han sido absueltos.
De lo que sí tenemos certeza es que, en varias acciones, los perpetradores, que indistintamente eran delincuentes o funcionarios civiles y militares, se dedicaron primero a recuperar el camión con mercancía y, en segundo lugar, a castigar de la peor manera a los normalistas, por haber alterado la consuetudinaria pax narca que impera en esa región.
Sin justicia habrá repetición
Todas las violaciones graves de derechos humanos, como lo son las desapariciones forzadas, deberían ser tratadas en México estableciendo un sistema que nos lleve a la verdad, la justicia, la reparación, y la no repetición de hechos como los ocurridos en Ayotzinapa.
Necesitamos consenso ciudadano, voluntad política e instituciones que lleven a cabo estos objetivos, en los que se tiene que incluir un proceso de justicia transicional que nos permita recuperar al país.
Para eso, antes es necesario reconocer la debilidad de nuestro Estado, su ausencia en amplias zonas del territorio, y una verdad indiscutible que pocos se atreven a mencionar: Somos nosotros, los mexicanos como colectivo, quienes hemos creado y reproducido las prácticas ilícitas y su consecuente impunidad que permea en todo momento, y desde hace décadas, nuestra vida cotidiana.
Sin esta admisión, ningún cambio es posible, al contrario, seguirán repitiéndose tragedias como las sufridas por los 43 normalistas de Ayotzinapa. Porque las desapariciones forzadas son eso, una trágica y macabra incertidumbre que lacera los hogares de sus familias, y deja una marca indeleble de miedo e injusticia en la sociedad.