Por Surya Palacios / Alto Nivel

Opacidad, comunicación interna y externa deficiente, inconsistencias, poco oficio político, y formalismo exacerbado, son parte del cúmulo de errores cometidos por el Poder Judicial de la Federación (PJF) y por la Suprema Corte, ante la agresiva reforma que ya obliga a estas instituciones a experimentar una profunda y poco halagüeña transformación.

Sin dejar de reconocer que la reforma judicial impulsada por el presidente Andrés Manuel López Obrador subordinará -autoritariamente- a uno de los tres Poderes del Estado mexicano, no se pueden soslayar los yerros en los que también han incurrido quienes encabezan al Poder Judicial.

Lamentablemente, a pesar de su intachable trayectoria como juzgadora, la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), la ministra Norma Lucía Piña Hernández, llegó a ese cargo sin estar preparada para enfrentar la anormalidad política, social e institucional que hemos vivido desde hace casi seis años.

Desde el 1 de diciembre de 2018 México sufre lo que en términos sociológicos puede denominarse como una anomia de la democracia: Una situación en la que han desaparecido los lazos institucionales del Estado con los ciudadanos, a partir de que a estos se les trata como adversarios o como clientes políticos, mientras se les abandona ante el poder que ejercen la delincuencia y el crimen organizado.

En nuestro país no solo se ha lesionado la capacidad estatal para resolver los problemas sociales, sino que también desde uno de los Poderes, en este caso el Ejecutivo federal, se han desmantelado los subsistemas democráticos, y se han ignorado las necesarias lealtades que exige el cumplimiento de la ley.

Sin saber “leer” esta realidad, la ministra Norma Piña ha actuado como si fuera la presidenta de la Corte de algún país europeo. Su comportamiento institucional, en extremo formalista, podría servir -y hasta ser admirable- en una nación en la que todas las autoridades funcionan de acuerdo con las reglas del Estado constitucional de derecho.

En cambio, aquí sus interlocutores en los otros Poderes son desleales no solo a la ley, también ignoran la pluralidad política y social del país, y han utilizado a las instituciones que construimos en los últimos 30 años para llegar al poder, y permanecer en él destruyendo el incipiente entramado democrático que teníamos.

En términos llanos, si tu vecino le prende fuego a tu casa, no haces una consulta para ver si procede llamar a los bomberos, los llamas sin dilación alguna.

Así debió actuar la presidenta de la Corte, e incluso -antes del metafórico fuego- había que abrir canales de comunicación con el vecino irritado, sentarse a dialogar, hacer un esfuerzo pedagógico de comunicación política con los otros Poderes y con la sociedad.

Opacidad y verticalidad

En términos de comunicación social, hace años que el máximo tribunal del país debió abrirle sus puertas a esa importante mayoría de la sociedad que ignora el cotidiano trabajo de los juzgadores federales en defensa de los derechos humanos.

La máxima decimonónica que llevan tatuada los togados sobre que “el juez habla a través de sus sentencias” no funciona en la tercera década del siglo XXI. Creer que así se comunica actualmente equivale a pretender que un habitante de finales del siglo XIX, que acaba de conocer la luz eléctrica en las calles, interactúe con los bots de Inteligencia Artificial.

Y en esto último hay que enfatizar que, teniendo los recursos presupuestales para ello, en el Consejo de la Judicatura Federal solo intensificaron medianamente sus mensajes en redes sociales apenas hace unos meses, cuando la amenaza de la ignición ya estaba a la vuelta de la esquina.

A esto se suma que la cultura organizacional de la Corte y del PJF es sumamente vertical, la relaciones entre los integrantes de estas instituciones están estrictamente mediadas por la jerarquía de cada cargo.

Esto exacerba otro grave problema de la judicatura: Su opacidad no solo en torno a las decisiones jurisdiccionales que emite, sino también sobre el uso de los multimillonarios recursos del erario que año con año recibe.

La columna vertebral de la transparencia, y de los mensajes que debería socializar el PJF está en sus propias estadísticas: Integrada por 907 órganos jurisdiccionales, la institución anualmente recibe en promedio 1.3 millones de nuevos asuntos, los cuales se añaden a una carga de trabajo acumulada de unos 4.4 millones de litigios, en tanto que resuelve cada año una media de 1.4 millones de controversias.

Salvo por los interesados en el tema y por la prensa especializada, casi ninguna de estas cifras se conoce masivamente, a pesar de que son el fundamento lógico de las profundas diferencias que guardan entre sí el Poder Judicial de la Federación y el Poder Ejecutivo.

El origen de los conflictos siempre es multifactorial, especialmente en el ámbito jurídico. En este contexto no son extrañas las contradicciones entre el derecho y la realidad, entre el deber ser y lo que efectivamente ocurre con las instituciones y sus integrantes.

La crisis que hoy vive el país ante lo que será la subordinación de la administración de justicia al poder político es un fiel reflejo de esto: El presidente debía cumplir la Constitución, pero en numerosas ocasiones decidió obviar a la carta magna.

Ante esto, el Poder Judicial realizó su trabajo ante la arbitrariedad y el ejercicio ilícito del poder, pero lo hizo en silencio, sin oficio político ni comunicacional por parte de sus autoridades, sin interlocución alguna, sin plantear una solución alternativa, guardando las formas y los procedimientos que prevé el Estado de derecho, a pesar de que este dejó de serlo hace mucho tiempo.